La comunicación como Dios manda. (I)

Hoy nos ponemos serios. Más serios, quiero decir.

Acaba de concluir la Semana Santa, que para el mundo cristiano es, junto con la Navidad,  un punto de inflexión de su vida religiosa al cabo de los doce meses de cada año. Desde el punto de vista de la Comunicación, al menos en nuestro país, la Semana Santa es un auténtico atracón de mensajes, iconos, percepciones y emociones (incluido el rechazo). Pero lo cierto es que la religión, cualquier religión y también la cristiana, encuentran su razón de ser en su capacidad para transmitir unos mensajes y para convencer con ellos a la mayor parte posible de la sociedad.

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Sabido es el análisis que suele hacerse del impacto de la comunicación que la Iglesia Católica ha practicado a lo largo de la historia. Una organización que desde siempre ha contado con un departamento dedicado a estos menesteres, Propaganda Fide. Que ha situado su manual de instrucciones en cotas de difusión nunca igualadas (raro es el hogar donde no haya una Biblia). Cuya promesa es insuperable: la vida eterna. Con una marca corporativa envidiable, la cruz. Sucursales en todas partes, en forma de Basílica, Iglesia o Ermita. Millones de usuarios, con mayor grado de fidelidad aún que los de Appel. Y un merchandising perfectamente estructurado para crear un espectáculo atractivo (Street marketing puro y duro) en sus puntos de venta naturales, los templos, en forma de liturgia con variados libretos en función del motivo o el momento.

...Y, sin embargo, las Iglesias se han ido progresivamente vaciando.


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La Iglesia como organización, teniéndolo todo a favor, ha fallado en su comunicación a lo largo de la historia. En algunos momentos porque trató de imponer su mensaje a la fuerza en forma de "Cruzadas" y eso ya se sabe que suele provocar el efecto contrario. En otros, porque su eje de comunicación era el miedo, como los púlpitos de este país podrían dar testimonio abundante. Hasta no hace mucho porque se intentó comunicar con un código incomprensible para la mayoría, pues, muchos siglos después de morir de muerte natural, la Iglesia seguía empeñándose en resucitar el latín domingo tras domingo, haciéndolo, además, de espaldas al receptor del mensaje, que aguantaba, estoico, tan "misteriosa" función.

A buena parte de lo dicho puso remedio un Papa visionario, como fue Juan XXIII, que se sacó de la manga de su alba un Concilio que comenzó a situar todo en su lugar, al menos en parte y a pesar de muchos. Hoy somos hijos de lo decidido entonces y los siguientes Papas no han hecho sino "interpretar" el nuevo territorio y formas de actuación que en dicho Concilio se dibujaron.

Como toda obra "humana" (que Dios, nunca mejor dicho, me perdone, pero de la cúpula de San Pedro para abajo creo que eso que llamamos Iglesia, con sus grandezas y sus chapuzas, es obra de hombres, con o sin sotana, sobre los que el Espíritu Santo revolotea, por cierto, sin que nunca le hayamos visto ni se le represente posado entre nosotros) ésta, digo, obra que nos ocupa es, por definición, perfectible y en lo que a su comunicación se refiere, mucho.


El Evangelio es para los cristianos el mensaje por antonomasia, pero, como ocurre con todo mensaje, no vale solo por lo que dice sino por cómo se percibe. Y la percepción de un mensaje depende, en gran medida, de la coherencia que con el mismo tenga quien nos lo transmite. Que se lo pregunten, si no, a políticos, banqueros, sindicalistas..., por supuesto, previamente seleccionados, que en este país "habemus" y cuyo rechazo por parte de la población es fruto de la pestilente distancia entre lo que dicen-dijeron y lo que hacen-hicieron. Por eso la Iglesia pierde muchísimos más "clientes" cada vez que es noticia un cura pederasta que los que gana el Papa Francisco cuando besa los pies de un indigente. El mercado, también el de las convicciones religiosas, es muy frágil. No olvidemos que la religión, en tanto que convicción obligada a hacerse práctica,  tiene algo de objeto de consumo. La podemos usar, más allá de la fe, por los efectos beneficiosos que ahora y luego creemos que nos puede suponer y sobre todo cuando tenemos referencias próximas de que, haciéndolo,  hay quien parece tocar más veces eso a lo que todos aspiramos que es la felicidad. Pero cuando nos enfrentamos a la evidencia de lo contrario, al ver que hay "prescriptores cualificados" del cristianismo revolcándose en los comportamientos más repugnantes, no solo se nos caen las legañas sino que son comprensibles las ganas de irse a la competencia o mejor, al ateísmo por hastío. Ah! y lo del pecado original a modo de explicación no suele servir en estos casos como estrategia de crisis.

En marketing tenemos claro que al consumidor se le puede, quizá, "engañar" una vez, por su curiosidad. Lograrlo dos veces es ya casualidad. Y tres significa que te has equivocado de target, eres un fenómeno o tienes un conflicto ético de narices. Pero, desde luego, no es normal. El enorme gap que existe entre la cantidad de católicos bautizados y los practicantes yo creo que proviene de esta suerte de sensación de "engaño" que nos perturba. Siempre queda la Fe, claro, pero reconozcamos que, como mensaje, es tan, tan... intangible que solo tiene suficiente fuerza de convicción cuando cobra vida en alguien que sí vemos; léase, por ejemplo, las monjas de clausura, los misioneros... aquellos que nos aportan la "experiencia" que las mejores estrategias de marketing buscan hoy para sus productos. Ellos, y no los sermones, son el mensaje.

En suma, muchos siglos de estrategia equivocada, con el efecto rebote que ahora se observa; un mensaje no siempre percibido en los términos en los que el emisor desea sino en función de la coherencia que el receptor observa; pero, no obstante, la fuerza del mensaje original es tal que lo ha resistido todo. (Continuará)

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