ESOS MOMENTOS
Ocurre casi siempre entre las dos y media y las cuatro de la madrugada. Me despierto acuciado por inaplazables urgencias mingitorias, fruto de las apreturas en las que han de convivir vejiga y próstata. A veces me hago el remolón pero sirve de poco porque la pereza para levantarse sé que siempre se verá recompensada por el alivio posterior.
El caso es que regreso a la cama, me acomodo en la tibieza de las sábanas, busco el lugar de la almohada más confortable para apoyar la cabeza, respiro profundamente y llego a la conclusión de que, si la felicidad existe, debe parecerse mucho a ese momento. La mente y el cuerpo perecen entrar en pausa pero, a la vez, se mantienen conectados al silencio, la penumbra y el bienestar físico que les acoge.
En ese estado de somnolencia consciente mi mente empieza a producir pensamientos que encajan en dos tipos de escenarios con más frecuencia: o bien me veo ante un atril y un auditorio expectante, o bien frente a un folio en blanco que a su manera también espera lo que tengo que decir. El caso es que entonces empiezan a fluir en mi cabeza palabras, frases, ideas, argumentos impecables que apenas necesitan corrección. Me siento convincente y contundente en mi exposición. Hasta me parece ver las caras de asombro y admiración en mi soñado auditorio.
Lo curioso es que no importa el tema que me haya venido a la mente y esté elaborando, porque no hay uno que se me resista a tal capacidad de convicción. Todo fluye con naturalidad mientras me arropo o escondo mis manos bajo al almohada y recojo mis piernas hasta colocarme sin pretenderlo en posición fetal. Luego todo desaparece y al cabo de no sé cuánto tiempo despierto con el leve recuerdo de haber vivido un momento de plenitud, en el que me he sentido tan satisfecho de mi inteligencia como ahora me siento frustrado al comprobar que todo quedó sumergido en la noche con apenas un vago recuerdo flotando en mi memoria.
No importa. Espero ansioso volver a cerrar los ojos y esperar.
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