La comunicación incómoda (son las vacaciones)
Visto así, parece mucho más atractivo el entorno vacacional
que cualquier otro. De hecho, seguramente, unas de las razones por las que nos
gustaría acertar la Primitiva con una cantidad indecente de dinero es para
experimentar las “vacaciones permanentes”, es decir, el relajo como forma de
vida y no como excepción. La paradoja entonces es que convertimos el cambio en
constante, con lo que pierde toda novedad.
¿Por qué, entonces --cuenta corriente y paradojas aparte—la
mayor parte de nuestra vida está tan alejada de la filosofía que impera en las
vacaciones?
Porque en el fondo preferimos la seguridad que nos dan la rutina y las normas que nos imponen y autoimponemos en nuestra vida cotidiana. Saber qué tenemos que hacer en cada momento, dejarnos llevar por un horario establecido, tener previstas incluso las consecuencias de las mínimas decisiones “novedosas” que tenemos que tomar a lo largo del día nos ahorra tensiones, amortigua nuestros compromisos y hace más digerible nuestra cuota de responsabilidad con quienes nos rodean. De ahí que, como las mudanzas, las vacaciones para muchas personas son fuente de un estrés difícilmente soportable y causa de conflictos importantes. La tranquilidad añorada se convierte en batalla y el descanso en agotamiento.
Porque en el fondo preferimos la seguridad que nos dan la rutina y las normas que nos imponen y autoimponemos en nuestra vida cotidiana. Saber qué tenemos que hacer en cada momento, dejarnos llevar por un horario establecido, tener previstas incluso las consecuencias de las mínimas decisiones “novedosas” que tenemos que tomar a lo largo del día nos ahorra tensiones, amortigua nuestros compromisos y hace más digerible nuestra cuota de responsabilidad con quienes nos rodean. De ahí que, como las mudanzas, las vacaciones para muchas personas son fuente de un estrés difícilmente soportable y causa de conflictos importantes. La tranquilidad añorada se convierte en batalla y el descanso en agotamiento.
En este entorno, la comunicación, como instrumento de
relaciones interpersonales, ve trastocada también su estrategia estándar,
aquella en la que mensaje, código y respuesta están más o menos controlados y
son con frecuencia previsibles. El “¡Juanito, no te pongas tanto Cola-Cao y haz
el favor de terminarte los cereales!” del desayuno diario en la cocina de casa,
es un mensaje casi ridículo ante el inmenso buffet que se le ofrece a la
criatura en el hotel pensión-completa en el que la familia se aloja estos 15
días de agosto. Ni el mensaje procede, ni la respuesta del niño es previsible,
ni incluso el recurso educativo de la reprimenda materna es trasladable al
nuevo entorno.
Las piezas del proceso de comunicación, y la comunicación
misma como resultado, ven trastocados todos sus parámetros. Seguramente, por
ejemplo, la conversación de una pareja en el sofá de casa, frente al televisor
y a la hora en la que su rutina diaria así lo indica, no tiene mucho que ver
con la que mantienen a la misma hora, sí, pero caminando por el paseo marítimo
del lugar o sentados en una terraza rodeados de guiris y de más de un paisano
desconocido. Y si se parecen, algo no va bien: quizá nos hemos aferrado a
nuestro “personaje” de siempre por temor a lo desconocido o quizá no sabemos
muy bien cómo comunicarnos en un entorno nuevo y de consecuencias imprevisibles.
Porque ésta es otra de las características de la comunicación en vacaciones: la imprevisibilidad de sus efectos, precisamente porque,
como emisores, tendemos a ser más espontáneos y menos encorsetados. De repente,
nos volvemos más creativos en nuestros mensajes, nuestro comportamiento y
nuestra imagen.
A la hora de comportarnos también se observan cambios y aquí
se da una especie de paradoja en algunas situaciones. Por ejemplo, de repente
sentimos la obligación de ser más educados en el ascensor del hotel, saludando
a nuestros acompañantes, que en el de nuestra casa en el que ignoramos a
nuestro vecino de toda la vida. Es como un deseo de dejar claro nuestro “saber
estar” sobrevenido que el resto del año parece innecesario. Claro que también
se da el caso de que esta transformación sea justo al revés; hay quien confunde
mala educación con un soterrado deseo de autoafirmarse como ser “libre”, y a
los demás que les vayan dando…
De igual forma, en vacaciones tendemos a ser más exigentes,
estamos más dispuestos a reivindicar nuestros derechos, a reclamar ante quien
haga falta. El visitante suele sentir una cierta superioridad sobre el
residente sobre todo en la relación cliente-proveedor. Podemos ponernos más
rigurosos con el camarero en el chiringuito de la playa que en el restaurante
de lujo en que celebramos el último aniversario con nuestra pareja y que nos
dejó la tarjeta de crédito “tocada” casi de por vida.
Cambian por tanto los mensajes, cambia el comportamiento y
lo hace también el concepto de nuestra propia imagen y su valor como mensaje
básico de la comunicación que emitimos. Si observamos qué transmiten en sus
vacaciones personajes como Messi o Ronaldo vemos que es, ante todo, su poderío
económico representado en el tamaño de los yates que disfrutan. Al común de los
mortales no nos cabe esa posibilidad así que, en vacaciones, debemos asentar
nuestra imagen en aspectos más de andar por casa, entiéndase modelo de traje de
baño, depilación Premium y reloj sumergible, todo ello bien a la vista. Este
mensaje perdura más allá de las vacaciones porque, al regreso, se echa mano del
exhibicionismo-recordatorio en forma de bronceado, fotos en el móvil y
testimonios en Facebook.
Así, durante y después del periodo vacacional, lo que hacemos es modificar nuestros códigos habituales de comunicación. Sabemos, por cierto, que la codificación del mensaje lo que busca es establecer un puente de comprensión entre emisor y receptor que haga válido el contenido del mensaje. Una piel excepcionalmente bronceada, por ejemplo, esconde, tras un mismo código visual, mensajes diferentes si nuestro interlocutor la exhibe a principios de septiembre o en enero. Y la envidia que nos provoca también es distinta.
Si en buena medida, ante los demás, somos lo que comunicamos, las vacaciones nos transforman hasta hacernos casi irreconocibles para quienes no conviven con nosotros en ese momento (e incluso también para los que sí). Emitimos unos mensajes y lo hacemos de una forma que resultarían cuando menos extrañas durante el resto del año y en nuestra ubicación habitual. Rompemos la rutina, tendemos a olvidar las normas otrora incuestionables y nos lanzamos a mostrar nuestro otro yo. La “depre” postvacacional viene a demostrar que tal ejercicio puede ser, en efecto, agotador, y el aumento del índice de conflictos familiares y de pareja, que la comunicación, sin protección solar, puede resultar incómoda.
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