(Hasta aquí hemos llegado) …Y LO QUE PASA DESPUÉS.
Hace unos días me despedía de mi trabajo como docente, con el atrevimiento de exponer en público algunos sentimientos y convicciones respecto al estilo que hoy parece imponerse en la formación. Y lo hice por medio de algunas redes sociales, sin más pretendido alcance que el de la influencia o curiosidad que pudiera provocar a mis hijos, algún amigo/a y quizá a algún exalumno de “sábado-por-la-tarde-sin-nada-mejor-que-hacer”.
Lo cierto es
que estas casi inexistentes expectativas se han visto sobradamente superadas
por la cantidad de reacciones, comentarios y similares que mis letrillas vienen
provocando. Ahora entiendo el chute de dopamina que los influencers más
omnipresentes deben sentir al comprobar el contador de adeptos que reaccionan a
sus contenidos.
Lo primero que
he descubierto es el tiempo vacío. No digo el tiempo “libre”, porque así era el
anterior que libremente usaba para preparar mis clases e impartirlas. Ahora el
sentimiento es de vacío. Puedo hacer con él lo que quiera, es cierto, pero no
siento aún el impulso de ejercer mi libertad para elegir entre las opciones que
se me presentan (aún poco definidas, dicho sea de paso). No sé…, como que
todavía estoy “enganchado” al ritual de la docencia y me cuesta superar el
“mono” de su ausencia. Es mi particular vacío del que aún no me siento
propietario para llenarlo en libertad.
Mi retiro, es
verdad, no es total. Sigo involucrado con alguna actividad profesional así que
el paso al otro lado es gradual y será definitivo aún no sé muy bien cuándo.
Pero la pasión con la que he estado unido a la formación produce que el
sentimiento de ruptura se perciba como total. No quiero ponerme dramático, pero
hay un cierto desgarro emocional, el mismo, supongo, que se siente, por
ejemplo, cuando se abandona un lugar en el que se han vivido los mejores años
de la vida o hay que despedirse de alguien con quien se han compartido
experiencias irrepetibles.
En algunos de
los mensajes que me han dejado estos días interpretaba –seguramente de manera
exagerada—un tono de despedida. Muchos hablaban de mi en pasado. Yo y mi
trabajo estamos ya en un rincón de la habitación de los recuerdos de los demás
y mi nuevo estado civil es el de divorciado de quien ha sido mi compañera
tantos años, la enseñanza. Eso sí es un
vuelco total de la vida. Y no sé si es para tanto, francamente. A fin de
cuentas, amanece y anochece de la misma forma, aunque sí es cierto que de
manera algo más relajada.
En mi familia
y mis amigos, por razones obvias de contemporaneidad, me rodean jubilatas por
todos lados. Y eso duele, caramba. Sí, porque debo enfrentarme a la evidencia
de que ya formo parte del grupo al que hasta hace nada esquivaba y del que me
sentía espectador más que actor. De ese colectivo al que le empiezan a doler
partes del cuerpo que no sabía ni que existían, al que le regalan la tarjeta preferente
para el transporte público, le recuerdan la conveniencia de prevenir el cáncer
de próstata, y le ofrecen un chequeo de audición gratis. Todo ello produce una inquietante
“alegría” porque demuestra que ya eres “otra cosa”, distinto, mayor, casi
viejo, enchufado del Imserso y miembro de pleno derecho del gremio de los
pensionistas. Y es cuando uno se da cuenta del esfuerzo que supone llegar hasta
aquí. Sesenta y muchos años sin parar. Niñez, adolescencia, juventud, madurez,
vejez (perdón, “edad de plata”)… el ciclo de la vida al que, por fortuna, en mi
caso no le falta ningún ingrediente.
De todas formas,
las denominaciones que se dan a las etapas de la vida tienen algo de injustas,
casi de ofensivas. A mi no me gustaba que me llamaran niño a partir del momento
en que solo sentía serlo para los demás; igual que adolescente, sinónimo de
acné y pelusilla bajo la nariz: y tampoco me gusta que me llamen “mayor”, ni
tan siquiera jubilado. Tenemos la manía de poner nombres a circunstancias que
no los necesitan. Todo forma parte de la misma vida y dividirla es tan
ridículo, creo, como intentar diferenciar la importancia de los dedos de las
manos de un pianista.
En suma, la
sensación de vacío, que no abruma pero interroga. La impresión de pasar página,
de convertirme a la vez en recuerdo para los demás y en novedad para mi mismo.
El descubrimiento de que la sociedad me empieza a tratar diferente porque ya
pertenezco a otra “clase”. Y mi rebelión ante las etiquetas que solo buscan
simplificar y reducir casi a anécdota los momentos importantes de la vida. Todo
esto aderezado con la añoranza de lo mucho vivido mientras enseñé a mis alumnos
y por la curiosidad de lo mucho por vivir confiando en seguir aprendiendo de
quien me mira asombrado en el espejo.
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