CRÓNICA DE UN CAMBIO CRÓNICO
Por fin me decido a
confesarlo a mis allegados, amigos, e incluso a los posibles lectores de estas
líneas. Tras un exhaustivo y doloroso autodiagnóstico reconozco que padezco de monachopsis y tengo también una clara
sintomatología de occhiolismo.
Sufro "monachopsis"
porque, de un tiempo a esta parte, comienzo a tener la sutil pero persistente
sensación de estar fuera de lugar. Y si a eso añadimos la conciencia de lo
escasa que es mi perspectiva para juzgar lo que me toca vivir, estamos ante un
cuadro evidente de "occhiolismo". Me falta por saber la
"gravedad" de tales patologías y sus posibles tratamientos, así que
por ahora solo me queda confiar en el sentido común y evitar las películas de
ciencia ficción.
Añadiré que este
anexo, personal e intransferible, a mi cada vez más extenso historial médico ha
sido consecuencia inevitable de la lectura del Diccionario de los dolores oscuros de John Koenig. En mala hora,
porque uno, que no es propenso a la hipocondría, sin embargo, ha debido rendirse
a la evidencia que debo sin más explicar.
El cambio que ni cesa
y, a veces, ni cambia.
Como ya se ha
repetido hasta la saciedad, hoy lo único permanente es el cambio. La evolución,
de hecho, es la causa de que hayamos llegado hasta aquí, pero el matiz
diferenciador es que ahora el cambio no
es una consecuencia del crecimiento sino un estado en sí mismo; es a la vez
la raíz y el fruto, el origen y el destino, el único "menú" posible
que hoy se nos ofrece para degustar o al menos digerir nuestra vida. Es,
además, un cambio que, dada su capacidad de auto- regeneración y procreación,
tiene visos de convertirse en crónico. Son pues tiempos de mudanza permanente.
Y el cambio es veloz,
demasiado rápido para estómagos "vitales" delicados. Que se lo
pregunten si no a muchas empresas arrolladas por las tecnologías digitales que
han de implantar sí o sí para no verse relegadas a la prehistoria del anteayer.
Y a muchos padres sobrepasados también por las habilidades y conocimientos de
sus vástagos en todo aquello que incorpore un procesador y se alimente de
internet.
Sin embargo, opino
que, curiosamente, los nuevos tiempos, al menos en algunos terrenos, parecen
acudir a esquemas ideológicos antiguos y a viejos tótems. ¿Cómo llamaríamos si
no a estas corrientes políticas redivivas que exhiben primero su identificación
con el pueblo, para continuar después usándolo como ariete de destrucción del
poder establecido y convertirlo por último en excusa para conquistar el mismo y
antes tan denostado poder? Nada nuevo desde que la política se erigió en una
especie de manual de usuario para nuestra convivencia.
¿Y qué decir de otro
tótem que convierte la novedad, representada hoy en la tecnología digital, en
una solución per se a la que adorar como al becerro de oro bíblico? Razón tiene
en este sentido uno de los participantes en la imprescindible película de
Werner Herzog "Lo and behold;
reveries of the connected world" cuando afirma que la revolución
tecnológica viene preñada de una revolución teológica. Es como si el Dios en el
que creemos, sea cual sea, deba también convertirse en una cuestión de fe
digital pendiente de la adecuada estrategia SEO y del marketing 360.
El camino no es el
fin (aunque sea igual de interesante).
Hay algo que repito a
mis alumnos al tratar el tema del "emprendimiento" o creación de una
empresa (curiosa reducción, por cierto, de un término cuyo significado,
"iniciar algo que supone esfuerzo", no es más que lo que hacemos
todos cada día y todos los días) y es que el único objetivo irrenunciable de
partida ante un proyecto empresarial es ganar dinero. Si no, emprender será muy
bonito mientras dure… pero durará muy poco. En este escenario, la rentabilidad
de un negocio es lo que podríamos llamar un "objetivo motor", es decir aquél que no se sitúa solo como un
destino o pretensión más o menos lejano sino como una necesidad permanente para
que el proyecto avance.
Este concepto de
"objetivo motor" es el que en ocasiones se olvida en las
organizaciones cuando se entiende, incluso estratégicamente, el cambio como un
fin y la digitalización en particular como un objetivo, y ello ocurre porque
estamos pervirtiendo algo esencial para crecer al confundir camino y destino. Que
la transformación sea un estado permanente es precisamente lo que debe
llevarnos a no otorgarle un carácter finalista sino instrumental. De lo
contrario mantendremos a la empresa en una especie de adolescencia eterna tan
entretenida como desaprovechada. En ambos casos el "objetivo motor"
debería ser alcanzar una madurez que logre rentabilizar al máximo lo aprendido;
mejorar, como solo la experiencia enseña, los niveles de eficiencia y eficacia
de planes y recursos; aplicar a la organización y a las estrategias los KPIs
correctos; y mantener por supuesto la curiosidad, el aprendizaje y las dosis
precisas de riesgo para que las metamorfosis en las que siempre estaremos
inmersos estén a nuestro servicio y no al revés.
Siempre nos quedará
sentir.
Geoffrey Hinton es considerado el padre
de las redes neuronales modernas, convertidas ya en máquinas capaces de
aprender, sistemas que identifican imágenes, dan vida a coches autónomos o
traducen idiomas automáticamente. Sus algoritmos han servido para que la
inteligencia artificial de las máquinas sea poco a poco más parecida a la
inteligencia natural, es decir, humana.
El ingrediente básico para ello es el
aprendizaje, lo que nos hace crecer a nosotros y permite así mismo a Google
mejorar su traductor. Sin embargo, el mismo Hinton reconoce que hay dos cosas
que a los robots se les continúa atragantando: el lenguaje natural -- sobre
todo la ironía -- y las emociones. Es un consuelo, aunque respecto a lo segundo
ya hay avances como el último prototipo automovilístico de Honda que detecta el
estado de ánimo del conductor para acomodar a él temperatura, música, modo de
conducción, etc., o el collar canino que hace lo
propio con el perro, si bien por ahora permitiendo que su dueño tenga la última
palabra. Parece, por tanto, que los humanos conservamos aún algunas parcelas de
uso privativo en esta suerte de condominio tecnológico en el que
habitamos.
http://www.quo.es |
En marketing, y en
concreto en la publicidad, se está usando cada vez más el Big Data y su
análisis "artificialmente inteligente" para descubrir qué tecla tocar
para captar la atención del destinatario del mensaje y convencerle. El insight
soñado por los que estamos en esto es ahora más fruto de un algoritmo que de la
percepción intuitiva que siempre ha añadido galones a los buenos creativos.
Menos mal que existe aún acuerdo en que el dato y sus conclusiones programadas
sirven de nada sin el ingrediente de la creatividad, la emoción, el ingenio… que
solo un profesional de la publicidad es capaz de producir. Guardemos pues las
distancias porque sería un error, extrapolando el ejemplo que comento, pensar
que toda novedad es apta, útil y conveniente para nuestra vida y nuestro
trabajo; convendría si es preciso recordar algunos sinónimos de
"cambio" como "trapicheo", "crisis" e incluso
"calderilla". Insistiré de nuevo en mi convicción: la bondad del cambio no está tanto en el por
qué ni en el qué sino en el para
qué.
http://www.abcdirectexpress.co.za |
Asumamos el cambio
como herramienta y vehículo de desarrollo. Identifiquemos, como paradigma de
este cambio, la digitalización de nuestra vida y nuestras empresas dándole a
dicho fenómeno el valor de instrumento y estrategia más que de un objetivo que,
por sus características, nos veríamos obligados a cambiar constantemente.
Pensando en la empresa (organismo vivo como
nosotros, a fin de cuentas) sentirse "fuera de lugar" en estos
tiempos --mi molesta monachopsis--, así como el occhiolismo que limita la
visión del entorno se curan con dosis frecuentes de reflexión y una dieta rica
en prudencia. Eso sí, tampoco viene mal de vez en cuando darse un homenaje con
un chute de apps y devices de última generación.
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