DE COMUNICACIÓN, POWER POINT Y UN MATASUEGRAS.
La ocasión era propicia para aprovechar la
mañana escuchando a expertos del tema y a directivos de nuestras empresas de
referencia. Oportunidades así no se pueden perder -me dije. El asunto,
apasionante: "la digitalización de la empresa". El lugar y el atrezo
dignos de la categoría de los convocantes. Así que allí me fui… y permanecí
durante 4 horas, escuchando sesudas ponencias de las que cada vez me costaba
más tomar notas y extraer conclusiones. La mañana terminó, con la manida
justificación del "networking", en un aperitivo, adornado de
políticos locales, al que no me quedé porque ni mi cabeza ni mi estómago
encontraban para entonces el "driver" necesario para procesar un
"pintxo de txistorra".
Supongo que, como yo, bastantes de los allí
presentes acudimos con la elogiable
intención de aprender de quienes saben respecto a un tema que, por motivos
diferentes, suscitaba nuestro interés. Pero
no contábamos con el power point.
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Decía John Morley que las tres cosas más
importantes de un discurso son quién lo pronuncia, cómo lo hace y qué se dice;
y de las tres, la última es la que menos importa. Pero para mi, en muchas
ocasiones, el orden es precisamente el inverso, como en la experiencia que
cuento.
En
comunicación sabemos que la distancia entre lo que queremos decir y lo que
nuestro oyente entiende o interpreta, pasando por lo que en realidad decimos, puede ser enorme y las consecuencias
tan frustrantes como curiosas.
Es habitual que, al hacer exposiciones en
público, sobre todo si son de carácter informativo o didáctico, echemos mano de
una herramienta visual como el power point o equivalente. Pero el PPT es como las tijeras: sirve tanto
para otorgar la máxima elegancia a un traje como para perpetrar un crimen.
Al usar el power point lo que debemos conseguir
es ofrecer al oyente una información visual que complete, ilustre, resuma,
destaque o incluso de un toque emocional al mensaje verbal que estamos
transmitiendo desde el atril. En otras palabras, el PPT no debe ser nunca la
copia de nuestro discurso ni, por tanto, debe leerse. Caer en ese error es
tanto como suponer que nuestros oyentes andan escasos de entendederas porque
necesitan oírnos y, además, leer lo que les decimos. O bien que el ponente no
domina el tema y necesita la muleta visual de sus propios apuntes. El problema
se agrava cuando, como en el caso de la experiencia vivida, el tamaño de las
pantallas en las que se ve la presentación es ridículamente pequeño en relación
con la sala y el aforo.
En suma, magníficos oradores, en su mayoría,
hubieron de luchar contra los elementos… que ellos mismos habían perpetrado.
Albert Camus afirmaba que todas las desgracias de los hombres
provienen de no hablar claro. Seguramente no pensaba en ponencias sobre la
digitalización de la empresa, pero viene al caso para cualquier situación en la
que la "desgracia" es sencillamente no interpretar el mensaje de la
forma en la que el emisor pretende. Incomprensión es la palabra.
Ya sé que la variedad de mensajes posibles es
infinita en contenido y complejidad de transmisión. Y que en temas técnicos
como el que nos ocupaba no es fácil sustraerse, por ejemplo, a la necesidad de
abundar en datos, gráficos y esquemas varios. Pero, en mi opinión, la aridez
del tema y de la información a transmitir encuentran siempre una solución en
forma de mensaje comprensible cuando se tiene claro qué es lo que quiere
comunicarse. … Parece obvio que lo que quiere comunicarse es… lo que se
comunica con las palabras y presentaciones utilizadas. Pero no siempre es así.
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Un
error muy frecuente,
ante la necesidad de exponer en público nuestra opinión o nuestros
conocimientos, es no haber definido
previamente el mensaje o concepto-eje que queremos dejar en el oyente.
Pueden ser uno o dos, no más, pero deben centrar nuestra intervención de forma
que todo lo demás confluya en dichos conceptos básicos. Planteado así, es más
sencillo entender que no necesitamos inundar nuestras diapositivas de cifras y
gráficos sino usarlas para recalcar los pocos datos que de verdad son
relevantes para nuestro mensaje principal; el resto podemos mencionarlos de
palabra, y seguramente ni eso sea necesario.
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Caemos también con frecuencia en la tentación
dejarnos llevar por la estética. Ya que los gráficos, con sus números y sus
barras, resultan a veces farragosos, los "adornamos" con efectos,
colores, sombras, animaciones e incluso, en un alarde de creatividad, hasta con
sonidos. Convertimos nuestros
conocimientos en una verbena y nuestro mensaje en un cotillón de nochevieja
transformando cada dato en un matasuegras. Error. Lo sabía Baltasar Gracián
al recordarnos que "lo bueno, si breve…." y lo recordaba el
arquitecto Mies van der Rohe con su "menos es más". Pues eso.
En resumen, estaremos más cerca de conseguir
el objetivo de que nuestro interlocutor entienda con exactitud lo que queremos
transmitirle si le evitamos distracciones. Esto es fundamental si estamos en el
terreno de la docencia o la trasmisión de conocimientos. Si hablamos de
comunicación política es otra cosa; ahí, a falta de mensaje, la distracción es
con frecuencia el objetivo mismo.
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