¡A VER SI TE ENTERAS…! EL RETO DE LA NUEVA COMUNICACIÓN.
Ian Mangiardi, productor de TV neoyorkino, recibió no hace mucho el premio al Explorador del Año por su éxito en la búsqueda de fósiles de dinosaurio en el desierto de Gobi. Utilizó para ello drones y escáneres de imagen multiespectral, capaces de peinar tanto el rango de la luz visible como el de la invisible, y encontró cientos de restos. Alex Borowicz, por su parte, utiliza imágenes de satélite de alta resolución e inteligencia artificial para localizar y seguir a
las ballenas. Ambos son miembros del Explorers Club, junto a históricos
como Charles Limberg, Amunsend, Neil Amstrong…, y Jeff Bezos, Elon Musk, Jane
Goodall o el director de cine James Cameron, acreditados estos últimos por sus
exploraciones en ámbitos menos geográficos.
La
sede del Club, situada en Manhattan y por la que se puede hacer un tour virtual
desde su web, rezuma aventura, conocimiento, curiosidad, respeto y estudio a
través de sus cientos de objetos que dan fe de las exploraciones y exploradores
de los que busca guardar memoria. Magnífico lugar, sin duda, para comprobar que
lo nuevo solo lo es por un instante, pasado el cual se convierte en recuerdo
del que aprender y referencia sobre la que seguir descubriendo y creando.
Explorar no es sino encontrar respuestas a preguntas que a veces ni se han
hecho, plantarse ante la naturaleza, la historia, la ciencia o nuestros
semejantes y escudriñar lo que nos dicen. Explorar es escuchar.
Por
eso me resulta útil la referencia mencionada para hablar de comunicación en los
tiempos que corren. Creo que es una imagen adecuada en la que se refleja la
aventura que hoy supone saber desenvolverse por los caminos enrevesados de la
comunicación con nuestros semejantes, caminos en permanente cambio, con
indicaciones a veces confusas y mapas de caducidad inmediata. Comunicar es
hoy explorar territorios nuevos, que nunca habían estado ahí, y que debemos
recorrer con espíritu abierto, cierta prevención ante sus peligros, y asumiendo
que quizá algunas de nuestras “exploraciones” no terminen en descubrimientos
sino en una especie de facsímil de lo ya conocido.
Marcos
de Quinto, que fue Vicepresidente de Coca Cola, resume así la esencia de la
comunicación, en este caso comercial: “Para convencer a alguien de algo has de
encontrarle, ha de escucharte y ha de creerte.” Suena obvio, pero reconozcamos
que desde el primer peldaño, encontrar a nuestro interlocutor, hoy la cosa se
complica bastante. Hagamos, pues, un repaso por la posición actual de los
ingredientes básicos de la comunicación.
Emisor… ¿qué me cuentas?
Hoy,
cuando la aseveración de McLuhan “el medio es el mensaje” es más real que
nunca, el emisor es un actor circunstancial: “Pasaba por ahí y me encontré
con You Tube o Instagram, tan atractivos y cómodos ellos, que me “obligaron”,
sin saber muy bien por qué ni para quién, a “hablar”,… y hasta ahí puedo
explicarlo.”
La
intención, por tanto, es solo la de hacerse oír. No hay direccionalidad
premeditada, no se sabe a quién estás hablando porque desconoces quién te va a
escuchar. Hoy la comunicación es casi siempre un riego de mensajes por
aspersión. Las redes sociales, por ejemplo, son un “Pasapalabra” en bucle.
Nunca
la comunicación fue tan democrática, es innegable. Es tal la cantidad y
sencillez de recursos a nuestro alcance que –ahora sí, por fin—quien no se
comunica es porque no quiere. Para empezar, asumimos que todo es susceptible de
ser comunicado porque, por supuesto, es interesante para alguien. Desde los
ingredientes del desayuno que nos tomamos al pijama con el que nos acostamos,
previo selfie, pasando por el meme que pretendemos viralizar, el video que acabamos
de descubrir o la ocurrencia lapidaria que debe tuitearse… Y es que todo, TODO,
es hoy información “comunicable”, proyecto de mensaje, por su interés
intrínseco o porque hemos decidido que interesa. Peter Handke, Nobel de
literatura en 2019, lo expresa de forma contundente: “Vivo de aquello que los
otros no saben de mí”, y que –añadiríamos ahora—sean experiencias, pensamientos
o la irrelevancia más absoluta, considero interesantes…, o no; en realidad no
me importa.
Para
el emisor --es preciso también reconocerlo-- comunicarse se ha convertido en
una actividad de riesgo porque se complica bastante controlar la dirección, la
intención, el destino, y la fidelidad del mensaje. Pero, como ocurre con todo
aquello que el tiempo nos ha ido simplificando, la comodidad de la ejecución ha
hecho casi irrelevantes sus consecuencias. Nuestras relaciones están ya
sometidas a una especie de Thermomix comunicativa. El proceso escapa ya de
nuestras manos y el resultado puede dejar irreconocibles los ingredientes iniciales,
pero gusta y nos convierte en autores sin marcha atrás.
El mensaje, en pocas palabras
La
intención del emisor reposa en un mensaje compuesto de los elementos (verbales,
icónicos…) que mejor representan lo que quiere transmitir. En su adecuada elección
y combinación reside su valor. Se trata, teóricamente hablando, de que sea
exacto y unívoco, es decir, que diga lo que queremos decir y nada más (salvo
decisión en contrario, claro). En realidad, ésta, la de la construcción del
mensaje, es la parte complicada. Emisores y receptores lo somos a la fuerza,
pero en la habilidad para conformar el objeto de la comunicación radica que ambos
se vean satisfechos: el emisor porque ve bien reflejada su intención y el
receptor porque encaja sin dificultad en ella su interpretación.
…
Sin embargo, la realidad hace ya algún tiempo que ha hecho de tal teoría una
casualidad.
En
primer lugar, estamos ya en un territorio en el que construir un mensaje no
debe suponer ningún esfuerzo. Para ello se abrevian las palabras, se usan
emojis, se crean onomatopeyas y se está pendiente del “double check” y el
“like” para confirmar el éxito de nuestra comunicación, sin importar, a veces, ni
cómo se ha interpretado nuestro mensaje, ni tan siquiera a quién ha llegado.
Además,
nunca como ahora hemos tenido tanto que contar. Son tantas las posibilidades
de acumular experiencias y conocimientos, que nos sobra materia prima para
construir mensajes completos y complejos, ricos y enriquecedores. Pero he aquí
(¡qué ironía!) que optamos por lo contrario, por la conversación sincopada, el
lenguaje reducido a la mínima expresión, el contenido imprescindible, la
respuesta reducida a un gesto prefabricado.
Sé
y defiendo que el idioma, como el lenguaje, y por ende la forma en que los
usamos para comunicarnos, han de ser vivos y evolucionar en constante
adaptación desde y para la sociedad y circunstancias de cada momento. Pero me
llama la atención que, a mayor facilidad de conexión, mensajes más escuetos,
casi esqueléticos, en detrimento de su calidad. Parece que, cuando tenemos
todo a favor para una comunicación abundante en matices y bien condimentada,
optamos por una comunicación anoréxica y bastante escuchimizada.
Creo
que un Emoji, por muchos corazoncitos que tenga, nunca podrá sustituir a una
carta de amor, ni tan siquiera a una llamada telefónica, en la que hasta la
respiración forma parte del mensaje (será por eso, por miedo a que “se nos
note”, que la función teléfono de los teléfonos es cada vez menos utilizada). …
Y sí, pienso que puede ser el miedo el que nos lleva a crear mensajes reducidos
a la mínima expresión. Estamos expuestos a través de demasiados medios como
para no sentir un cierto vértigo ante nuestra desnudez, así que mejor me
hago un selfie mientras desayuno mi ColaCao con galletas, añado un pie tal que
“estoy para comerme”, lo comparto en Instagram y mis colegas ya sabrán qué
quiero decirles,… o no.
El medio: ¡aquí mando yo!
Acudir
hoy a una biblioteca produce cierta ternura. Observamos miles de libros en
perfecto orden, formando con sus lomos un tapiz multicolor. Imaginamos la
cantidad de horas, esfuerzo, conocimientos e imaginación que sus autores han
volcado en tales páginas. Y puede que dicha visión incluso nos emocione. … Y, a
continuación, la consulta que hemos ido a resolver se la preguntamos a Google.
Frente
a la pena y la rabia que subyacen en lo que acabo de escribir, se me
argumentará que en los servidores de la World Wide Web se acumulan millones de
“bibliotecas” como la que me acoge, y Google escupe en milisegundos el dato
escondido en una de las páginas de uno de los libros de una de aquellas
estanterías. ¡Es genial, por supuesto! La información, primer paso hacia el
conocimiento, se agiliza y, por tanto, eso debería dejarnos más tiempo para la
reflexión y la comprensión que exige tal conocimiento. Pero este círculo
virtuoso tiene un elemento del que rara vez somos conscientes: la web y sus
contenidos están construidos para ser consumidos y no tanto para ser pensados.
Además, el éxito que obtenemos online con tanta facilidad genera en nuestro
cerebro la dopamina suficiente como para que busquemos inmediatamente otro
“chute” de autocomplacencia y nos enfrasquemos en una “navegación” en la que la
pantalla se convierte en oráculo y nosotros en creyentes fieles de sus
enseñanzas.
La
dictadura del medio se está imponiendo incluso en los nuevos métodos docentes.
La crisis de la COVID-19 ha incentivado el uso de nuevos recursos tecnológicos,
que se sabía convenientes y en circunstancias como ésta se han demostrado
imprescindibles. Los contenidos en streaming, las clases por Zoom o Teams, la
relación con los alumnos vía Moodle o Canvas, los grupos de WhatsApp, las
aulas, en fin, virtuales con todos sus aditamentos confluyen (como me descubrió
hace poco un colega estudioso del tema) en algo tan simple como la imagen en
movimiento y a través de una pantalla. Eso me recordó que hace la friolera de
unos 40 años mi tesis versó sobre el uso de la TV en la enseñanza, en un tiempo
en el que sonaba a sacrilegio meter semejante artilugio en el aula y los
contenidos disponibles iban poco más allá de los magníficos documentales de
Rodríguez de la Fuente. Visto así, tampoco hemos avanzado demasiado –pensé. Se
han perfeccionado los soportes pero su fundamento sigue estando en ofrecer
mensajes y contenidos que provoquen impacto en la audiencia y eso nos lo
permiten los medios actuales más y mejor que nunca.
Esta
visión entre quejumbrosa y esperanzada de la comunicación actual es, lo sé, de
brocha gorda, pero en tiempos de incertidumbre sentimos que hemos de renovarnos
y sustituir recursos que hasta ahora nos han servido por otros. El problema es
que no estoy muy seguro de que sepamos qué nos conviene suplantar, por qué
deberíamos hacerlo y qué ponemos en su lugar.
El
futuro se vislumbra en desarrollos que ya tienen en marcha empresas como Jaguar
Land Rover que, junto con la Universidad de Cambridge, está probando
un sistema de comunicación con el panel de control del salpicadero de sus
coches llamado toque predictivo: mediante la detección de los movimientos de
las manos y de los ojos, el sistema es capaz de “comunicarte” con el coche y
adelantarse a lo que pretendes. Será que dentro de poco nos espera la
comunicación sin contacto, como mero desiderátum. Confío, no obstante, en que
de la comunicación sin contacto no pasemos a la comunicación sin sentido.
…
¿Y el receptor? ¿Y tú me lo preguntas? Como puedes
suponer, el receptor eres tú.
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